CUERPOS CONSTRUIDOS, SUPERFICIES DE SIGNIFICACIÓN, PROCESOS DE SUBJETIVACIÓN
[...] Aprendemos que alguien se torna mujer en la práctica de los signos en los cuales vivimos, escribimos, hablamos, vemos... Teresa de Lauretis (1984)
¿Sería el cuerpo una superficie pre-discursiva, pre-existente, que sufre las coerciones, las disciplinas, el modelaje social? ¿Sería el cuerpo esta carne despojada, vestida por las fibras culturales que le confieren forma? ¿Sería el cuerpo esta evidencia biológica, fraccionada incontorneablemente en femenino y en masculino, aglomerado de células y hormonas, que desde su propio interior se le trazan el destino y las funciones sociales? De hecho, cuando pensamos al humano, la evidencia del cuerpo parece imponerse de manera incuestionable. ¿Cómo dudar de la pesada materialidad que abriga nuestros gestos, que hospeda nuestros deseos y prácticas? En los años ´80, la reflexión feminista apuntaba a la búsqueda de los procesos de diferenciación de los sexos, (Mathieu, 1991) mecanismos instauradores de roles, derechos, latitudes de libertad y de acción. Carole Pateman (1988) apunta a un contrato sexual, basado en el sexo biológico que, a través de prácticas e instituciones -como el casamiento y la heterosexualidad- asientan la dominación de lo masculino sobre el femenino. Se imbrica así el sexo- el aparato genital- la sexualidad, las prácticas socio-sexuales que determinan lo normal, las reglas de conducta, lo lícito, lo acertado, lo aceptado socialmente. La importancia de pensar los procesos de diferenciación está en la desnaturalización de la evidencia, abriendo espacio para la reflexión sobre los presupuestos que constituyen las prácticas y las representaciones sociales, entre las cuales se encuentra la propia noción de natural. Cuando me refiero a representaciones sociales estoy significando un grado de representación del mundo, en sus dimensiones plurales; las representaciones sociales, saber producido en y para lo social, institución de lo real, ordenan y distribuyen valores, lugares de habla y de acción política lato sensu. La circulación de estos valores, que se hacen densos en discursos de verdades, crean lo que Foucault (1982:27) llama régimen de verdad, la ordenación del mundo y sus reglas, según presupuestos históricamente construidos. En esta ordenación, el reparto binario de los roles sexuales reposa en una división del trabajo, una división de espacio, la instauración de poderes cuyo alcance es, antes de todo, la fundación del sexo biológico. Como analiza Foucault : “/.../ el poder sería esencialmente el que dicta al sexo su ley. Lo que quiere decir, primeramente, que el sexo se encuentra por debajo de un régimen binario: lícito e ilícito, permitido y prohibido. Lo que significa, en seguida, que el poder prescribe al sexo una “orden”, que funciona al mismo tiempo como forma de inteligibilidad: el sexo se descifra a partir de su relación con la ley. Lo que quiere decir, finalmente que el poder actúa pronunciando la regla: la toma del poder sobre el sexo se haría por el lenguaje o mejor por un acto de discurso creando el hecho mismo que se articula, un estado de derecho. Él habla, y es la regla.” (1976:119) Y la regla establece cuerpos sexuados en la materialidad de la carne. Es instaurando lo femenino en regímenes de verdad históricos, que se sigue trazando el destino histórico de las mujeres: al enunciar la categoría diferencia, anclada en el sexo biológico, receptáculo de valores y atribuciones, se confina a las mujeres a sus hormonas y sus órganos genitales. Capaces de procrear, esta posibilidad las redujo socialmente al papel de madre y en un orden androcéntrico -poligámico o monogámico– a la profesión o encierro del papel de esposa. En los procesos de diferenciación, se encuentra la propia construcción de la diferencia como premisa binaria del sexo biológico, tomado en cuanto eje que define al humano, que instaura una identidad modelada por lo social. En sí, la diferencia sexual ni es positiva ni negativa, pero se torna política cuando es marco de desigualdad, creada a partir de una evidencia corpórea “natural”, que oculta los mecanismos de poder que la construyeron. Si bien la diferencia puede ser filosófica o biológica en su punto de partida, toma la forma de poder político al establecer la desigualdad, la inferioridad social. Al asumir la identidad “mujer” estoy, de hecho, firmando un contrato sexual, heterosexual, asumiendo la representación que marca mi inferioridad social. Asumiendo el género “mujer” y sus atributos de manera acrítica, estoy reafirmando la diferencia como evidencia, diluyendo así las marcas del poder que la establece. Asumiendo un cuerpo sexuado denominado “mujer” estoy adoptando los caracteres y los atributos sociales como cuerpo inmanente y vulnerable a las violencias materiales y simbólicas de lo social. ¿Cómo escapar a esta contingencia? A finales de los años ´70, la reflexión de Monique Wittig
contribuyó para crear el suelo sobre el cual se apoyó la crítica posmoderna
a todas las evidencias y a todos los naturalismos. . Nomeia “ pensée
straight’ o El pensée straight-es para esta autora el fundamento de todas las naturalizaciones y de todas las evidencias que esconden la construcción histórica del universal humano, inventando en consecuencia normas y valores locales y temporales. Wittig expresa: No puedo sino subrayar el carácter opresivo que reviste la “pensée straight” en su tendencia a universalizar inmediatamente su producción de conceptos, a formar leyes generales que valen para todas las sociedades, todas las épocas, todos los individuos. De esta forma se habla del intercambio de mujeres, de la diferencia de sexos, del orden simbólico, del inconsciente, del deseo, del placer, de la cultura, historia, categorías que apenas tienen sentido actualmente, en la heterosexualidad o en el pensamiento de la diferencia de los sexos como dogma filosófico y político. (Wittig, février 1980:49) El “pensée straight” es, por lo tanto, un cuadro de pensamiento histórico, cuyos conceptos crean una cierta realidad y la inauguran como fundadora de lo humano en iteracción ( iteração) incesante. De esta forma, no es suficiente desnaturalizar lo natural sino, sobre todo, mostrar los mecanismos históricos, materiales, simbólicos, imaginarios, que crean las relaciones sociales y la propia realidad. En este cuadro de pensamiento, la reproducción es el eje del humano, materializándose en una heterosexualidad obligatoria, jerarquizada, cuyo eferente es lo masculino. De hecho, ¿por qué sería yo un sexo, un cuerpo, antes mismo de anunciarme en cuanto humana? ¿Por qué se reduciría a las mujeres a un útero, salvo como imposición de la procreación? Religión, ciencia, sentido común, los valores oriundos de estos discursos actúan en el sentido de la polarización social en torno al sexo y a la sexualidad: las mujeres nutren y paren, los hombres engendran. Receptáculo, depositaria de la simiente –incluso divina- las mujeres son útero antes que humanas, clasificadas en términos de orificios y de humores. Ya a mediados del siglo XX las ciencias, sociales y exactas, abandonaron los principios de neutralidad y objetividad del positivismo y pasaron a considerar la posición del sujeto en la constitución de las problemáticas, en la elaboración de los utensilios mentales / las categorías utilizados para analizar lo real. Así, la metacrítica de las ciencias se pregunta sobre los procesos de producción del conocimiento, en su irreducible historicidad. La crítica actual a la producción del saber subraya el carácter construido de las ciencias, atravesadas por las representaciones y las condiciones de producción de las/los investigadoras/es (Harding, 1998). ¿Cómo no percibir en la historia, en la antropología, en la filosófica, el bies androcéntrico, la organización de las narrativas y de las ideas en torno de un ideal de virilidad hegemónico? ¿Cómo no percibir, en la invisibilización de las mujeres en la historia, la ordenación jerárquico de los géneros? Mintras tanto, esta política de localización, que tiene en consideración la locación del habla no es considerada pertinente cuando se trata de los géneros. A fin de cuentas, ¡los géneros no constituyen problema, en tanto son naturales e incuestionables! La filosofía, como lo analiza Genevieve Fraisse (1995), no cesa de reinstaurar esta naturaleza de dos formas: por un lado, utilizando repetidamente metáforas sexuadas y jerarquizadas, que subrayan el valor de lo viril y de lo masculino y, por otro, negándose a pensar las instauraciones políticas de género. Así, por ejemplo, la existencia de esferas públicas y privadas en lo social son tomadas como axiomas, basadas en la diferencia “natural” entre los sexos. (Paterman, 1988) Emily Martin muestra, en el discurso de la biología sobre el óvulo y el esperma, la repercusión valorativa en ciencia de los roles de género. Desvela, en las mas recientes investigaciones, el papel activo ejercido por el óvulo, que atrae al espermatozoide y lo captura, imagen totalmente diversa de los asaltos violadores y competidores de los espermatozoides sobre óvulos pasivos e inertes. Afirma que: “[…] no aprendemos en el colegio sólo sobre el mundo natural […] <sino> aprendemos las creencias y prácticas culturales como si ellas fuesen parte de la naturaleza.” (Martín, 1999: 179) De esta forma, los principales relatos del conocimiento académico / científico dejan entrever su carácter constructor de los géneros, naturalizándolos sin cesar, como bien lo indicó Gayle Rubin en su discusión sobre el psicoanálisis, el estructuralismo y el marxismo (Rubin, 1975:185-204). Ann Fausto Sterling, por su parte, explicita los mecanismos de la construcción de cuerpos femeninos marcados por la deficiencia y por la inutilidad a partir de una cierta edad, tomando como ejemplo las consideraciones sobre la menopausia. (Sterling, 1999: 169-178). Tal como el sentido común, los discursos científicos son tributarios de sus anunciantes, y su mirada es conducida por las investigaciones y las problemáticas que los orientan. Por ejemplo, la ausencia de mujeres en la historia solo surgió como problema gracias a la fuerza de los feminismos contemporáneos, y con la presencia y la investigación casi exclusivamente hecha por mujeres. Delante de esta carne que nace y muere, lo que nos interesa hoy en cuanto feministas es auscultar los mecanismos y los presupuestos que dan significado a su materialidad, y que construyen categorías tales como “diferencia” y “sexo” y, a partir de ellas, crean toda una serie de atributos, jerarquías, asimetrías. Después de todo, lo que es construido puede ser desconstruido. Teresa de Lauretis (1987) nos expone las tecnologías de género, que inventan cuerpos sexuados en los diferentes discursos sociales a los que les atribuyen diferencias “naturales” , en jerarquía y asimetría. De hecho, el binarismo primario del pensamiento occidental es natural en la división de lo humano en femenino – masculino, y es evidencia de la heterosexualidad, fundada en la reproducción de la especie. En este sentido, antes de tener sexualidad, los cuerpos deben tornarse sexuados, materialidad interpretada en la superficie de la carne, inestable, moldeable. Esta inestabilidad se va fijando a unos pocos, en la domesticación del deseo, en la disciplina de la norma y del modelo a imitar. Los cuerpos se tornan superficies pre-discursivas como efecto del propio discurso que los produce, instituyéndolos en el orden de lo natural. El femenino, por lo tanto, no es un género impuesto a cuerpos pre-existentes, cuyas variaciones apenas exprimen los ropajes culturales e históricos; el género femenino crea, al contrario, cuerpos adecuados a las limitaciones de este género. Es así que los regímenes de verdad, que instituyen las relaciones sociales, definen para las mujeres, además de las técnicas biogenéticas, cuerpos reproductores por medio de las “tecnologías de producción del género”. Se puede, por lo tanto, pensar la construcción de la diferencia sexual como una institución política, fundamento de la apropiación colectiva de los cuerpos de las mujeres por los hombres. De hecho, como subraya Judith Butler, ” […] la coherencia del género, que se realiza en la aparente repetición del mismo produce como su efecto la ilusión de un sujeto precedente y volitivo. […] el género no es una performance que un sujeto anterior elige realizar, sino que el género es performativo, en el sentido en que constituye como efecto al sujeto que pretende expresar”. (Butler, 1991:24) Colette Guillaumin explicitaba, ya en los años 1980: “Es una idea singular que las acciones de un grupo humano, de una clase, sean ‘naturales’: que ellas sean independientes de las relaciones sociales, que ellas pre-existan a toda la historia, a todas las condiciones concretas determinadas.” (Guillaumin, mars 1978:11) Estos análisis, oriundos de los feminismos, son desnaturalizaciones que complejizan el análisis de los mecanismos de diferenciación de humano en un esquema binario, fundado en su propia afirmación. Si el discurso es una forma de acción, el lenguaje es también una tecnología del género, ya que su instauración de sentidos es un vector que apunta la construcción de lo real en esquemas de enunciación constituidos en valores. Es así que algunas expresiones tales como el “segundo sexo”, “sexo frágil” o “diferencia sexual” son instituidoras de roles y prácticas sociales, cuyos significados simbólicos fundamentan representaciones sociales constitutivas de lo femenino. En estas expresiones es evidente la univocidad atribuida al “sexo”: sujeta todas las mujeres en sus cuerpos, artificio usado para designar la totalidad de las mujeres, en su infinita multiplicidad, en una singularidad, “la mujer”. “Segundo sexo” expresa de inmediato una jerarquía, pues existe uno primero, colocado al comienzo en el orden del lenguaje y en el ejercicio de las práctica sociales. La denominación de humano en general, en masculino, es un indicio claro de esta subordinación. “Sexo frágil”, por su parte, vincula lo biológico del sexo a una generalización constitutiva, o sea, todas las mujeres son más débiles que cualquier hombre y donde la premisa valorativa es la fuerza física.[1] Asimiladas a la naturaleza, las mujeres son condenadas a la inmanencia de sus cuerpos, “débiles y deficientes”. Este naturalismo, como subrayaba Guillaumin en los años 70, […] proclama que el status de un grupo humano, como el orden del mundo que así lo hace, se programa desde el interior de la material viva. […] Y añade: “[…] ideológicamente las mujeres son sexo, enteramente sexo, y utilizadas en este sentido […] una silla no es más que una silla, un sexo no es sino un sexo. Sexo es la mujer, pero no posee un sexo: un sexo no (se) posee a sï mismo. Los hombres no son sexo, pero poseen uno […”] (Guillaumin, 1978:7) Esta biología, interpretada y localizada en el aparato genital, condena a las mujeres al colectivo singular, pero la marca, destino trazado por el cuerpo, diferencial por excelencia, se fija en la capacidad de procrear: la maternidad, elaboración social, pasa a ser la esencia de lo femenino, definido una vez más por su cuerpo. Desde esta perspectiva, la importancia dada a la diferencia entre la genitalidad de los seres como fuente de identidad encuentra aquí su lugar explícito en el orden del discurso: construcción social, el eje biológico se ve creado en las prácticas sociales que lo engendran / generan. A este respecto, Nicole-Claude Mathieu explicita que: “El género, esto es, la imposición de un heteromorfismo de los comportamientos sociales no es por lo tanto concebido [...] como la marca simbólica de una diferencia natural, sino como un operador de poder de un sexo sobre otro [...]” (Mathieu, 1991:258) En este caso, las prácticas sociales, instituidas en un cuadro de representación e interpretación del mundo deciden y moldean los cuerpos según el reparto de un poder centrado en el sexo. Judith Butler subraya que No hay identidad de género detrás de las expresiones de género; esta identidad está performativamente constituida por las propias expresiones que deberían ser sus resultados. (Butler, 1990:25) El género social crea, por lo tanto, la importancia y la evidencia del sexo biológico y no lo contrario. “Diferencia”, por otro lado, apunta a la instalación de un modelo y su copia, siempre imperfecta. Así, fuerza / debilidad, primero / segundo, igual / diferente, estas distinciones binarias se fundan en la naturalización y en la elección de características o especificidades de la materialidad corporal, inventado, de ese modo, cuerpos socio-sexuados. Aquí, los valores son claramente una jerarquía construida, crean un masculino referencial, dotado de fuerza, poder y dominio, objetivado en representaciones sociales binarias y asimétricas. En términos simbólicos estos enunciados son fundadores de imágenes y de prácticas, ya que definen lugares y posiciones sociales, delimitan el espacio de acción y participación de las mujeres; quien puede, quien dice, quien dirige, quien ordena, quien decide, lugares de habla, lugares de acción valorizada, contenidos en apenas uno de los polos de este binario: el masculino. Desde eeste punto de mira, por medio del lenguaje, de la imagen, del vasto abanico de discursos teóricos de los diferentes dominios disciplinarios, de todo un aparato simbólico que designa, crea e instituye los lugares, el estátus, las performances de los individuos en la sociedad, las tecnologías del género construyen una realidad hecha de representaciones y auto-representaciones. Las imágenes que las constituyen muestran mujeres seductoras, bellas, delgadas pero sobretodo madres, o expresando su deseo de serlo. Vemos ahí una política de localización socio-individual, de expresión identitaria y de institución de normas y reglas, a partir de la importancia dada al sexo y a la sexualidad como ejes de representaciones del ser: dígame su sexo y le diré quién es y, sobretodo, lo que vale. La destrucción de las evidencias -propuesta por Foucault (1971)- no es sino la propuesta teórica de lo que vienen haciendo los feminismo contemporáneos. ¿Qué es una mujer? Pregunta Simone de Beauvoir desnaturalizando, ya en 1949, la noción de una esencia sujeta a un cuerpo sexuado. Si la posmodernidad invoca historicidad del conocimiento y de sus condiciones de producción, es claro que la posición social sexuada es determinante del lugar de habla, pues flexiona los enunciados, los presupuestos adoptados, la problemática definida, la construcción discursiva del análisis. El recurso a una supuesta “naturaleza” apenas puede evitar la historicidad de las relaciones humanas. Entonces, ¿cómo se puede concebir la idea de relaciones inmutables, cuando se trata de lo femenino / lo masculino, sino haciendo apelación a esta idea de “naturaleza”, cuya única base es la premisa de que existe? La ocultación de la presencia y de la acción de las mujeres en la historia es parte de una política de olvido, de una suposición / imposición de significaciones al pasado: millares de años, en los lugares más diversos, habrían dado origen al mismo tipo de relaciones, ya establecidas en el núcleo, en la esencia misma del ser humano, según la división binaria biológica divina. De hecho, apenas creencia ciega, fe oscura que puede hacer de la infinita posibilidad de las relaciones humanas la monótona creación de adanes y evas, discurso fundador del pecado, de la sexualidad, de la inferioridad femenina. Un sinnúmero de sociedades no tienen la sexualidad reproductiva como eje de prácticas sexuales: entre los indios brasileros -ante el inmenso espanto de los cronistas- la elección posible del rol sexual es independiente del sexo biológico. Gandavo -cronista portugués del descubrimiento y la colonización de Brasil- comenta en el siglo XVIº que algunas indias no querían mantener ninguna relación sexual con hombres. Relata que incluso abandonaban el mundo de las mujeres y realizaban todas las actividades masculinas. Iban de caza y a la guerra armadas de arco y flecha, en la compañía de los varones y cada una tenía una mujer –explica- con quien habitaba y mantenía “relaciones intimas, como marido y mujer”. (Gandavo, 1980:144-145) Judith Butler señala a la iteración como uno de los mecanismos de la construcción binaria de lo humano, esa constante repetición de lo mismo que, con la desaparición de otros tipos de sociedades, de otros modos humanos de relacionarse, acaba por darle estatuto de verdad a la historia oficial. Es tal vez este bombardeo de imágenes, de representaciones sexuales y sexuadas que crea una deficiencia en la imaginación histórica y sociológica en las condiciones imaginarias que nos permiten pensar el mundo como un horizonte infinito de relaciones posibles, no sólo binarias y asimétricas. Considero el debate entre escencialismo y construccionismo una expresión binaria más del pensamiento occidental, una fijación de posiciones que reivindican la verdad. Lo que me interesa aquí es el dinamismo de los análisis feministas, que perforan los horizontes epistemológicos de las ciencias, desconstruyendo sus más caras evidencias, entre ellas, la naturalidad de la heterosexualidad y del binarismo sexual. Se sueltan las amarras, todos los caminos están abiertos para ser recorridos. Las teorías e investigaciones feministas vienen mostrando la incontrovertible historicidad de las relaciones humanas y, en este sentido, interrogan lo social y sus presupuestos constitutivos, entre ellos, la evidencia del sexo biológico. De hecho, lo que importa es plantear preguntas, las respuestas serán siempre provisorias. ¿Será la materialidad del cuerpo fruto del magma de significaciones sociales, cuya multiplicidad ha sido apagada por los discursos de verdad? ¿Qué sentidos habitaron los cuerpos a lo largo de la historia del humano, en otros contornos y relaciones posibles? ¿Porque la dicotomía, lo binario, el fruto de una linealidad a la vista, de una homogeneización que esconde lo múltiple en los dobleces de los discursos regulatorios? La noción de historicidad remite a los innumerables perfiles de formaciones sociales dispersas en el tiempo y en el espacio, cuyas prácticas y sus significaciones no pueden ser sino singulares. De esta forma, cuando los feminismos ponen en cuestión lo “natural” y la “naturaleza” humana como si fueran las bases inmutables del ser, revelan la multiplicidad de lo social y las posibilidades infinitas de sentidos atribuidos a las prácticas, a las culturas y a los seres. La historia muestra así su carácter de construcción, resultado de una operación de racionalización y reducción de lo social, de ocultamiento de la pluralidad y de la diferencia, pues la propia noción de diferencia, en este sentido, está construida históricamente. En ella, la multiplicidad contenida en el “nosotros” social queda reducida a un binarismo que crea en torno de la norma un espacio al mismo tiempo de rechazo y de inclusión. Me refiero, por lo tanto, a las prácticas que componen lo permitido, lo pensable, lo aceptable, trazando en su rumbo los surcos del error, prácticas que “[…] insultan ‘la verdad’: un hombre ‘pasivo’, una mujer ‘viril’, personas del mismo sexo que se aman..”“como explica Foucault (Foucault, 1982:4). Realidad construida, la heterosexualidad es mensajera de la divina procreación, eje reproductor que justifica y refuerza la importancia dada a un cierto tipo de sexualidad, la ‘buena’, la ‘normal’, la reproductora. De modo que la historia de Occidente naturaliza las relaciones y funciones atribuidas a mujeres y varones, recreándolas y desarrollando una política de la diferencia que se transforma en política del olvido, pues “ lo que la historia no dice, nunca existió”. (Navarro-Swain,2000) Desde esta perspectiva, no basta siquiera escribir la historia de las mujeres, binaria, historia fundada en la incuestionada diferencia sexual. Es la historia posible la que nos interesa, la historia de un humano fuera del esquema actual de representaciones binarias, sexuales, sexuadas. La imagen y los sentidos atribuidos a los cuerpos no son, por lo tanto, superficies ya existentes sobre las cuales se adosan los roles y los valores sociales; son, al contrario, una invención social, que subraya un dato biológico cuya importancia, culturalmente variable, se torna un destino natural e indispensable para la definición de femenino. La cuestión se articula sobre la importancia social: esto significa que la materialidad del cuerpo existe, sin embargo la “diferencia entre los sexos” es una atribución de sentido dada a los cuerpos. ¿Por qué no mirar hacia las similitudes de lo humano, en vez de demarcar espacios sexuados de acción y de poder? El sexo biológico deja de ser el significante general que abriga el binario sexual y pasa a ser igualmente signo producido en el propio seno de agenciamiento social. En este sentido, es performativo, como subraya Butler, instalando su realidad en el propio discurso que lo describe. (Butler, 1993:3) Así, el sexo se piensa “[…] no como un dato corporal más sobre el que se impone artificiosamente la construcción del género, sino como una norma cultural que gobierna la materialización de los cuerpos.” (idem) Esto no significa que no existan cuerpos humanos sexuados, con un aparato genital dado. Lo que crean las redes de significación y las prácticas sociales es la importancia dada a este factor, es la significación que se le atribuye en cuanto revelador, catalizador de la esencia del ser y de la identidad del individuo. Es el sexo que aparece en cuanto efecto discursivo dando forma y perfil a lo femenino / masculino binario por la atribución de valores a cierto detalles anatómicos. Judith Butler afirma que “En este sentido, lo que constituye la rigidez del cuerpo, sus contornos, sus movimientos será enteramente material, pero la materialidad es vista como el más productivo efecto del poder” (Butler, 1993:2) Las reflexiones teóricas de los feminismos identificaron en el determinismo biológico y en la construcción y apropiación del cuerpo de las mujeres los mecanismos históricos y sociales de la división binaria de la sociedad. La historicidad de las relaciones humanas, sus posibilidades infinitas de combinación, las singularidades que modelan las formaciones sociales se introdujeron en estos análisis, ocultando y rechazando una visión no-histórica de las esencias, de la univocidad, de lo universal aplicado al humano. La subjetivación y los modos de sujetamiento [...] el sujeto, o “Yo” hablante es formado en virtud de haber sufrido el proceso de asumir un sexo. Judith Butler Las luchas de las mujeres y sus movimientos en pro de sus derechos y de la ciudadanía certifican que hay una fuerte resistencia a la domesticación de lo social; sin embargo, ¿cómo comprender de modo general, la sujeción a la apropiación de los cuerpos, a la heterosexualidad incuestionable, al modelo impuesto de las formas y contornos, de aceptación de una inferioridad fundada en el propio cuerpo sexuado, en cuanto femenino? El proceso de subjetivación, la construcción que nos permite adentrarnos a las formas de sujeción coercitivas en lo social y en las propias prácticas de sí en términos de auto-imagen, auto-representación, percepción de sí y de otro. Como efecto, el proceso de subjetivación de las mujeres es impuesto por un dispositivo amoroso, compuesto de trazos anunciados en cuanto femeninos, valores morales específicos: el don de sí, la abnegación, el cuidado de otro, el amor, la realización amorosa como coronación de una existencia. El proceso de subjetivación, por lo tanto, no se hace en busca de sí, sino de otro, en un cuadro histórico que le da significación. Para Foucault, la constitución del sujeto se da igualmente en un orden moral, luego, un orden de valores, de representaciones. Dice:” Toda acción moral, es verdad, comporta una relación con lo real en la que se efectúa y una relación al código al cual se refiere; pero implica también en una cierta relación de sí; no es simplemente “conciencia de sí”, sino constitución de sí como ´ sujeto moral ´, en el cual el individuo circunscribe la parte de sí mismo que constituye el objeto de esta práctica moral, define su posición respecto de los preceptos que sigue, se fija un cierto modo de ser que vale como una realización moral de sí mismo y, para esto, actúa sobre sí mismo, trata de conocerse, controlarse, testearse, perfeccionarse, transformarse.” (Foucault, 1984:351) Si entendemos las significaciones sociales, sus representaciones como” [...] una forma de conocimiento socialmente elaborado y repartido que se materializa en instituciones y práctica”s (Jodelet, 1989:36), podemos comprender, tal vez, que la auto-representación de las mujeres se somete a los saberes elaborados en lugares de autoridad que las reducen a un cuerpo / sexo / matriz. Esto es el sujetamiento, la respuesta individual a la interpelación de lo social que crea las identidades y la identificación a un grupo, definiendo su inserción en el espacio societal. Pero la “subjetivización”, este doblez que crea nichos de inserción en el espacio social, depende en grado y medida de los procesos de subjetivación, que son, según Foucault, [...] manera por la cual un ser humano se transforma en sujeto. (1994:223) No hay, por lo tanto, desde esta perspectiva, una dicotomía entre lo individual y lo social, sino una interferencia, una construcción continua y recíproca. Esta construcción de las mujeres como sujeto más o menos se impone a los mandatos sociales, relativamente investida y se incorpora a los dispositivos que regulan y ordenan lo social, y esto es una marca de su diversidad: sus modos de subjetivación. Foucault identifica un “dispositivo” de la sexualidad en este conjunto de prácticas, discursos, inversiones económicas y simbólicas, poderes que gerencian y producen la sexualidad en el vórtice de las relaciones sociales (Foucault, 1976: 32-93). El dispositivo de la sexualidad crea los cuerpos sexuados y los introduce en la binariedad natural: la heterosexualidad pasa a ser la expresión de la norma, de la ley, de la creencia, de la ciencia, del propio sujeto. La propia idea de naturaleza, en cuanto premisa, es construida sobre los valores que la establecen como árbitro de lo cierto y de lo errado, de lo lícito y de lo ilícito. En el caso de las mujeres, además de las interpretaciones de este dispositivo que les modela la carne en sexo, el cuerpo en destino e inmanencia, existe la pregnancia del dispositivo amoroso, criba por la cual atraviesan las representaciones y las auto-representaciones de las mujeres. La noción de experiencia, elaborada por Teresa de Lauretis se muestra fecunda en esta óptica, vista como” […] un proceso en marcha, por el cual la subjetividad se construye semiótica e históricamente [...]como un complejo de hábitos resultado de la interacción semiótica entre el “mundo de afuera” y el “mundo de adentro” [...]. (1984:182) La experiencia se concibe así como la inmersión del sujeto en las prácticas sociales, la inserción del ser en el mundo, su acción y sus movimiento en un orden social múltiple, plurívoco. Esto significa que una auto-representación no puede designarse por un detalle anatómico, emocional o funcional, sino por un conjunto de experiencias que hacen de nosotros seres en mutación, marcados por momentos y motivaciones diversas, actuando, sin embargo, a partir de un lugar de habla, de un papel socio-histórico e individual especifico. El movimiento, la mutación es el eje de acción, dislocando así las identidades fijas / ficticias, en un proceso de transformación incesante. Los modos de subjetivación de las mujeres están insertos, por lo tanto, en prácticas discursivas y no discursivas, en coerciones inmediatas bajo el signo de la violencia material o en la difusión e iteracción( é iteração, repetição, não interação) de imágenes, procedimientos, reglas, representaciones que las disciplinan en dirección al modelo del “ser mujer”. Una vez que las mujeres -como bien analizó Colette Guillaumin- son sexo y los hombres poseen un sexo, apropiándose de la sexualidad de las mujeres a través de la heterosexualidad obligatoria, sostengo que el dispositivo de la sexualidad crea cuerpos sexuados masculinos, centrados en la sexualidad y en el poder de apropiación de los cuerpos y el dispositivo amoroso crea lo femenino, despojado de sus cuerpos, interpelados en cuando sujetos morales, cuya sexualidad se apoya en el placer de otro y en la procreación. En 1981 Adrienne Rich se preguntaba ” […] si la gran cuestión del feminismo es solamente la de ‘desigualdad de los sexos’ [...] o no sería también la de la heterosexualidad obligatoria para las mujeres, como medio de asegurar un derecho masculino de utilización física, económica y afectiva de las mujeres?[...] Pero la incapacidad de ver que la heterosexualidad es una institución es del mismo orden que la incapacidad de admitir que el sistema económico denominado capitalismo o el sistema de castas que constituyó el racismo se sostienen por un conjunto de fuerzas, que comprenden tanto la violencia física como la falsa conciencia.” (Rich, 1981:31-32) Por un lado, el discurso de la “naturaleza” hace de la procreación la esencia de las mujeres al mismo tiempo que les substrae el rol de sujeto y la posesión de su propio cuerpo; por otro, la institución del casamiento en particular y la heterosexualidad obligatoria en general, hacen que las mujeres puedan ser apropiadas en su sexualidad y en su fuerza de trabajo de modo individual y colectivo por los varones. Así, si Foucault identifica las “tecnologías del sexo” aplicadas sin distinción al humano, para Teresa de Lauretis estas se desdoblan en “tecnologías de género”, fijando identidades asimétricas fundadas sobre el sexo (1987), o sea, instituyendo una diferencia y una diferencia política, como productora de límites y práctica sociales. Esta decodificación traduce así la creación de la pesada materialidad de los cuerpos femeninos y masculinos a partir de valores y de representaciones que los constituyen y crean, a su vez, la categoría de la diferencia de los sexos. De un lado, el masculino, cuyos genitales, físicos o metafóricos, le asignan un locus de poder y de autoridad en cuanto sujeto universal: el hombre, sinónimo de lo humano, sujeto dotado de trascendencia. De otro, el femenino, el Otro inevitable y necesario en un orden dicotómico, marcado por la inmanencia de un cuerpo-destino realizado en la maternidad y en la heterosexualidad. Las “tecnologías del género” serían los mecanismos institucionales y sociales que tendrían el “[…] poder de controlar el campo de significación social y producir, promover e ‘implantar’ representaciones de género” (de Lauretis, 1987:18), entre las cuales el dispositivo amoroso inserta a las mujeres en los dobleces morales de lo femenino, sea a través de la violencia material o a través de estrategias religiosas, científicas y del propio sentido común omnipresente. La maternidad es, para la inmensa mayoría de las mujeres el resultado directo de relaciones sexuales y, por lo tanto, la práctica de la sexualidad es el principio organizador de su identidad inteligible, en un juego de “verdades” que crea la ilusión de un sujeto ontológicamente definido por su sujetamiento o su resistencia a las normas reguladoras. Al construir seres sexuados, las tecnologías sociales de género esculpen mujeres y hombres de forma jerárquica, dotándolos de posiciones sociales desiguales. Estoy hablando, por lo tanto aquí, de sexo-significación, puesto en discurso e imágenes, conduciendo y creando al mismo tiempo las representaciones que le dan poder sobre los seres en lo social. El sexo-discursivo produce cuerpos a los cuales les confiere una sexo-significación sobre una matriz binaria y normalizadora, fundada sobre la reproducción, fundamento social del proceso de subjetivación de mujeres sujetas a las normas. De esta forma, los mecanismos de construcción de los cuerpos, las estrategias y las tácticas de lo social se desvelan en las prácticas que definen a los cuerpos “femeninos” y los marca de inferioridad. A finales de los años ´50, Betty Friedan ya analizaba esta construcción social: “La mística de la mujer pretende que el único valor para una mujer y su único deber residen en la realización de su feminidad [...] que no puede florecer en la pasividad sexual, en la aceptación de la dominación del marido y el don de sí en el amor.” (Friedan, 1964:40/41) El análisis de Friedan, que traduce las mismas inquietudes de Beauvoir, penetra, sin embargo, más profundamente en los mecanismos representacionales que instituyen lo femenino en cuanto esencia inmutable: Cuando una mística es suficientemente fuerte, incorpora su propia representación en los hechos. Se alimenta en los hechos que deberían contradecirla y se infiltra en cada intersticio de la cultura [...]. (Friedan, 1964:61) La significación discursiva se me aparece, así, indisociable de la significación corpórea atribuida a lo humano en las matrices de inteligibilidad que producen el sexo en cuanto experiencia de género y heterosexualidad “normal”. Pasamos así a otra dimensión de análisis cuando, en lugar de considerar la diferencia sexual, observamos la diferenciación social de los sexos, (Mathieu, 1991:256) la construcción social de esta diferencia, los mecanismos, las estrategias, en fin el desvelamiento de las representaciónes que la fundan. El análisis comprende de esta manera, no solamente la construcción social de los géneros, sino igualmente la institución cultural del sexo biológico y de la sexualidad como base de lo humano, como la diferencia fundadora de los seres. (ídem) Cuerpo biológico, constituido en historia: en este sentido, el cuerpo sexuado creado “mujer” aparece como estrategia, objeto y blanco de un sistema de saber entrelazado a poderes múltiples, imbricados en la producción de la sexualidad que involucra al conjunto de las mujeres en la tarea de la renovación física de la sociedad: la heterosexualidad obligatoria se instaura así como uno de los mecanismos reguladores de las prácticas, definiendo los papeles sociales según los diseños morfológicos y genitales. En el seno de las prácticas sociales / históricas, la sexualidad se forja así como punto de inflexión discursiva que confiere al cuerpo un sentido sexuado “natural”, cuya objetivación crea campos asimétricos de normas. Mi argumento, por lo tanto, es que el sexo es una construcción social que lo crea estableciendo su importancia sobre los roles generizados, fijados en torno de un valor máximo que naturaliza las relaciones heterosexuales: la reproducción. La noción de “maternidad” se sobreimprime a lo materno con una amplia significación que compone la imagen, las funciones, los deberes y al mismo tiempo, los deseos, las pulsiones y los sentimientos de una “verdadera mujer”, o sea, encauzando los modos de subjetivación de las mujeres en la dirección de un destino biológico. Así se comprende mejor los cuadros de sumisión de mujeres a las violencias individuales y sociales, materiales y simbólicas, pues no todas encuentran, en su proceso de subjetivación, las fuerzas y los auxilios necesarios para la resistencia. Para Foucault, “[...] la noción de ‘sexo’ permitió reagrupar según una unidad artificial los elementos anatómico, las funciones biológicas, las conductas, las sensaciones, los placeres y permitió el funcionamiento de esta unidad ficticia como principio causa, sentido omnipresente, secreto a ser descubierto en todas partes: el sexo puede así funcionar como significante único y como significado universal.” (Foucault, 1976:204) El cuerpo, deletreado en sexo biológico, se torna así el sentido, la esencia y la identidad de las mujeres, fijado en la experiencia de la sexualidad normativa heterosexual y su corolario de sujetamiento diverso. El sexo biológico y el cuerpo sexuado, así decodificados, pierden su carácter asentado y definitivo, abriendo espacio para otras manifestaciones individuales de las mujeres. La argumentación de Judith Butler es muy sugestiva en este sentido, pues apunta a que si el sexo biológico fuese un dato anatómico y el género una construcción cultural, el sexo no seguiría necesariamente el género de la misma manera binaria en el espacio y en el tiempo. ” Tomado en su limite lógico, la distinción sexo / género sugiere una radical discontinuidad entre los cuerpos sexuados y género culturalmente construido.” (Butler, 1990:6). La oposición sexo / género en un sistema binario es desconstruida en su propia formulación pues, añade esta autora. “ Cuando el estatus construido del género es teorizado como radicalmente independiente del sexo el propio género se torna un artificio libre y flotante, con la consecuencia de que varón y masculino pueden tanto adquirir significación en el cuerpo de hembra o de macho, y la mujer y el femenino en el cuerpo de macho tan fácilmente como de hembra.” (ídem) Como efecto, el sexo biológico tomado como dato natural, no problematizado es el producto de un sistema de representaciones del mundo, de un régimen de verdad que construye la diferencia al anunciarla. La invención del cuerpo sexuado constituido en género sería así un cuerpo performativo, que ilumina la ilusoria coherencia sexo biológico/ género social. Para Butler, “No tendría sentido, entonces, definir género como una interpretación cultural del sexo, si que el propio sexo es una categoría generizada. El género no debería concebirse meramente como una inscripción cultural de sentido en un sexo pre-existente [...]el género debe también designar el aparato de producción por el cual los sexos mismos se establecen.” (Butler, 1990:7) Donna Haraway, por su parte, no vacila en clasificar los cuerpos biológicos como” [...] nódulos generadores, materiales y semióticos, cuyos limites se materializan en el proceso de interacción social” (Haraway, 1991:358). El análisis del cuerpo biológico como producto de una economía social deshecha, de alguna forma, el nudo gordiano del contrato heterosexual que crea los cuerpos sexuados de forma binaria, une sexualidad y reproducción, construyendo la imagen de las mujeres y de lo femenino en torno del útero, en el dispositivo de la sexualidad, trazándoles lo permitido en el ámbito del dispositivo amoroso. En este sentido, el empleo de la categoría de heterogénero (Ingrahan, 1996) explicita el principio básico que construyó al género: la sexualidad normatilizada en torno del sexo reproductor, atravesada de valores y normas morales. Expone también los mecanismos de representación y auto-representación, modos de subjetivaciones en regímenes ordenadores de una correlación sexo biológico / género social, instalados en jerarquía. ¿Cómo me construyo? En el pronombre oblicuo, el desdoblamiento del sujeto en objeto. En la acción,el sujetamiento a prácticas regulatorias y/o la reflexión que hace de mí una “forastera de dentro” (Hutcheon, 1991:98) anclada en mi subjetividad de género, experiencia de un cuerpo sexuado, cuya pesada materialidad exige cuestionamiento. Finalmente, ¿por qué el ‘yo’ habría de ser definido por rasgos biológicos o por prácticas sexuales, sino a través de convenciones socio-históricas, de repeticiones incesantes que actúan en todos los niveles de lo humano, de lo cotidiano más banal al científico más elaborado? Como subraya Judith Butler “[...] como y donde actuo en cuanto ser es la forma como este “siendo” se establece, se instituye, circula y se confirma” (Butler, 1991:18). O sea, la identidad de género instituye su propia imagen y se realiza en su actualización: el “yo” se torna posible en cuanto sujeto a través de prácticas y representaciones del “mi” . No preexiste a su institución. Esta perspectiva es de especial importancia para los feminismos y su objetivo de transformar las relaciones humanas a través de la modificación de las representaciones y de las auto representaciones de las mujeres. La auto-representación de las mujeres no es por lo tanto una performance social basada en un fundamento biológico, sino en la adopción de un género, sin un mirar crítico, es un acto performativo, mecanismo creador del sujeto biológico femenino, proceso de subjetivación, sometido a la exterioridad, dirigiéndolo y designándole su lugar y su rol. En este embate interno a la dinámica instituyente de lo socio-individual, la propia historicidad de las relaciones heterosexuales, hace que su práctica se mantenga como hegemónica, a través de la repetición, de la re-citación incanzable en su condición “natural”. Como destaca Butler “[...] una de las razones por las cuales la heterosexualidad tiene que re-elaborarse, reproducirse ritualísticamente en todas partes es para suplantar el sentido constitutivo de su propia fragilidad [...] Creo que el simbólico es el siempre-ya-allá (always-already-there) pero está también en proceso de ser hecho y rehecho. No puede continuar existiendo sin una produción ritualística por la cual se reinstala continuamente.” (Butler, 1991:34-36) De este modo, la orientación del deseo y de la sexualidad en una sola dirección – el sexo opuesto- se construyen en procesos de subjetivación, en que las mujeres se tornan La Mujer, por la producción continua de representación y auto-representación en envoltorios de carne designados por el sexo. En este caso, la sexualidad y el sexo dicen respecto de los lugares de habla donde emerge el sujeto sexuado constituido jerárquicamente en rol social y cuerpo biológico: el heterosexual superior al homosexual, el masculino al femenino. Aquí la experiencia del género femenino muestra que el anclaje del género en el sexo biológico, la creación de una diferencia que se torna política, es el fundamento de los mecanismos de división y control de un sexo sobre otro. Los discursos sobre el género y sobre la especificidad del femenino reiteran, desde esta perspectiva, las divisiones y exclusiones sociales, sin cuestionar la institución del sexo biológico en el reparto del mundo. El cuerpo apenas es investido por la sexualidad, la superficie pre-discursiva sobre la cual se delinean los surcos de un sexo definido; toma forma, se materializa a partir de un sexo-significación, producido por el propio discurso. De este modo, la significación discursiva es indisociable de la significación corpórea que produce cuerpos en relaciones de inteligibilidad, en las cuales “[...] nos colocamos nosotros mismos, bajo el signo del sexo, no de una Física pero sí de una Lógica del sexo,” (Foucault, 1976:102)como enfatiza Foucault. El sexo, por lo tanto, es in-corporación, creación de cuerpos sexuados insertos en un orden socio-histórico, definido a través de sus prácticas discursivas, normativas, pedagógicas; el sexo biológico tiene aquí apenas el valor y la importancia que le son dados, pero aparece como la evidencia mayor en la definición del humano. Lo “natural”, el “instinto materno” o la pulsión heterosexual, reguladores de identidades y del ser en el mundo muestran así su dimensión real: no pasan de una ilusión, construida y repetida para mantener su propia institución. Como destaca Foucault: “Es preciso pensar el instinto no como un dato natural, sino ya como toda una elaboración, todo un juego complejo entre el cuerpo y la ley, entre el cuerpo y los mecanismos culturales que aseguran el control del pueblo [...”] (Foucault, 1994:183) y de lo femenino, añado. En el mismo sentido, apunta Butler “[...]las normas regulatorias del sexo trabajan de forma performativa para constituir la materialidad de los cuerpos y más específicamente, para materializar el sexo del cuerpo, para materializar la diferencia sexual al servicio de la consolidación del imperativo heterosexual.” (Butler, 1993:3) El poder no se da, se ejerce, dice Foucault. (Foucault, 1994:235-236) Esta es la relación de poder, es la inflexión sobre la auto-representación, sobre la conducta, sobre las imágenes del cuerpo, sobre la percepción del mundo instituyendo así una realidad fundada en la univocidad de las imágenes y de las significaciones, allá donde las posibilidades son plurales. La determinación de lo posible y de lo pensable, de lo natural y de lo instintivo componen el perfil de la relación heterosexual reproductiva como la verdadera cara del mundo, dividida en partes desiguales, en sujetos determinados: pasivo / activo, mujer / varón, gay / straight. La heterosexualidad obligatoria apuntada por las teóricas feministas Adrienne Rich o Monique Wittig en el inicio de los años 80 puede ser hoy comprendida como una matriz de inteligibilidad, como un sentido conductor en la constitución de los deseos y de los cuerpos. La ley normativa, las prácticas discursivas y regulatorias definen las prácticas sexuales y en torno de ellas cristalizan los individuos en sujetos sexuados. El orden simbólico construyó el suelo sobre el cual se apoya. Construyó también la desigualdad, la jerarquía, la inferioridad, el desprecio, la culpa, la abyección, la diferencia. Las cadenas no están en la represión, sino en el deber de una práctica sexual cualquiera, en los discursos sobre el sexo y la sexualidad que permean las casillas del pensamiento, de la emoción, que definen los cánones de rechazo o inserción en redes o modos de subjetivación. ¿En que me torno, cuando me ausento de la sexualidad?, ¿Qué ser monstruoso es este, cuyas ansias no pasan necesariamente por prácticas genitales? Las cadenas, finalmente, no están en la falta de sexo, en la reclusión, en la prohibición; la prisión es la obligación del sexo como medida del ser, como esencia identitaria, patrón de comportamiento, verdad en la cual diseño mi perfil, mis contornos, mi inserción en el mundo. En el castillo de If, los años excavando los muros para la libertad solo llevaron a otra celda dentro de la misma prisión: del sexo-verdad, del sexo-sujeto, del sexo-ser-en-el-mundo. La auto-representación, de hecho, abre una brecha, una fisura, pues a partir de una experiencia, de un lugar de habla “mujer” u otro cualquiera, puedo adherir a un imaginario ilimitado, espacio donde la definición de lo humano no pasa por lo biológico del sexo y de la sexualidad. Imágenes y representaciones forjadas por un discurso patriarcal que debe superarse, como subraya Teresa de Lauretis “[...] tenemos que caminar fuera del cuadro de referencia centrado en el masculino en el cual el género y la sexualidad son (re)producidos por el discurso de la sexualidad masculina”. (de Lauretis, 1987:17) Poner en cuestión las “evidencias” no solamente sociales, sino también biológicas es uno de los mecanismos que permite la modificación de las representaciones sociales, creadoras de seres y de relaciones sociales que fijan los cuerpos a significaciones sociales. Teresa de Lauretis propone un punto epistemológico crítico, en el cuadro de una política de localización subjetiva, con la plena conciencia de un cuerpo diseñado por el género, transformado en sexo; no el despojamiento, la neutralidad, sino el eccentric subject, dentro y fuera de sus contornos de género, y con plena conciencia de serlo en un space off “[...] una posición alcanzada a través del dislocamiento político y personal a través de los limites entre las identidades sociosexuales y las comunidades, entre cuerpos y discursos [...]” (de Lauretis, 1990:145) Esta política de la localización no busca borrar los efectos de significación, al contrario: crea para el femenino un lugar de habla ” [...]con un entendimiento particular de la experiencia individual como resultado de un conjunto complejo de determinaciones y de luchas, un proceso de continua renegociación entre presiones externas y resistencias internas.” (idem:137) Este lugar de habla es histórico y localizado en un campo determinado de relaciones sociales; no puede por lo tanto ser ni definitivo ni unificado, siendo atravesado por las dimensiones que se cruzan y son eventualmente contradictorias. (de Lauretis, 1990:145) En este caso, las mujeres pasan a estar en continuo proceso de subjetivación, un “yo” en construcción, en una poética identitaria, poética entendida como camino, mutación, donde los limites se traducen apenas en el pasado, en aquello que ya fue, un nunca vislumbrar lo que será. No hay, por lo tanto, visiones substantivas de sujetos fijos en sus cuerpos biológicos, deletreados en género, en una continua reconstrucción de una diferencia política, pero seres en proceso continuo de subjetivación” [...] en la conciencia de la constitución fracturada del sujeto constituido por el poder y la búsqueda activa de las posibilidades de resistencia a las formaciones hegemónicas”. (Braidotti, 1994:35) Referencias : Beauvoir, Simone de. 1966 . Le deuxième sexe, l’expérience vécue, Paris, Gallimard Braidotti, Rosi. 1994. Nomadic Subjects .Embodiment and Sexual Difference in Contemporay Feminist Theory, New York : Columbia University Press. Butler, Judith .1991. 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Questions Féministes, Paris, Ed. Tierce, février, n.7. [1] Si la fuerza fuera factor de superioridad, los orangutanes serían superiores a todos los hombres... Acostumbro ejemplificar la falacia de la fuerza física en la distinción entre lo femenino y lo masculino pensando en una trabajadora rural y un profesor de filosofía, por ejemplo! |